Alumnas de 4º ESO, coordinadas por su profesora Blanco Sancho, y con la colaboración de Elena Roche, han puesto voz a fragmentos de "Platero y yo", uno de los relatos más leídos de la historia y el libro más traducido después de la Biblia y El Quijote.
Desde la biblioteca recomendamos la lectura de esta obra de Juan Ramón Jiménez, en la que el autor narra sus peripecias con el burro Platero por la localidad de Moguer. Una narración lírica, llena de símbolos y sugerencias que te emocionará.
Capítulo I: "Platero"
Platero
es un burro pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de
algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son
duros cual[1] dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo
suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas
apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente:
"¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se
ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come
cuanto le doy. Le gustan las naranjas, mandarinas, las uvas moscateles, todas de
ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es
tierno y mimoso igual que un niño, que una niña ... pero fuerte y seco como de
piedra. Cuando paso sobre él los domingos, por las últimas callejas del pueblo,
los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
--Tiene
acero ...
--Tiene
acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
En el
arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta la viña, nos encontramos,
atascada, una vieja carretilla, toda perdida bajo su carga de hierba y de
naranjas. Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo
ayudar al borriquillo, más pequeño ¡ay! y más flaco que Platero.
Y el
borriquillo se destrozaba contra el viento, intentando, inútilmente, arrancar
del fango la carreta, al grito sollozante de la chiquilla. Era vano su
esfuerzo, como el de los niños valientes, como el vuelo de esas brisas cansadas
del verano que se caen, en un desmayo, entre las flores.
Acaricié
a Platero y, como pude, lo enganché a la carretilla, delante del borrico
miserable. Le obligué, entonces, con un cariñoso imperio, y Platero, de un
tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero, y les subió la cuesta.
¡Qué
sonreír el de la chiquilla! Fue como si el sol de la tarde, que se rompía, al
ponerse entre las nubes de agua, en amarillos cristales, le encendiese una
aurora tras sus tiznadas lágrimas.
Con su
llorosa alegría me ofreció dos escogidas naranjas, finas, pesadas, redondas.
Las tomé, agradecido, y le di una al borriquillo débil, como dulce consuelo;
otra a Platero, como premio áureo.
Capítulo XXX: "La muerte"
Encontré
a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a él, lo
acaricié, hablándole, y quise que se levantara...
El pobre
se removió todo bruscamente, y dejó una mano arrodillada.... No podía....
Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con ternura, y
mandé venir a su médico. El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la
enorme boca desdentada hasta la nuca y meció sobre el pecho la cabeza
ongestionada, igual que un péndulo.
--Nada
bueno, ¿eh?
No sé
qué contestó... Que el infeliz se iba... Nada... Que un dolor... Que no sé qué
raíz mala... La tierra, entre la hierba...
A
mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado
como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo.
Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que
se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza...
Por la
cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol de la
ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres colores...
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